Ella.






Sueñas. Temes. Gritas. Lloras.
Te clavas agujas si le añoras;
no sientes nada, eres cristal
y silencio, vacío de metal.
Sufres. Te rindes. Huyes. Mueres.







Duerme, como la ciudad que se alza bajo sus pies, tan oscura como sus cabellos. Los suspiros se escapan de sus labios con el ritmo de un corazón que late al tiempo que las estrellas se apagan en el cielo, con la misma melancolía que un verso extraña la mano del poeta que lo abandonó a su muerte en un sueño que jamás llegó a hacerse realidad.

Sueña, como miles de transeúntes que atraviesan las calles de una ciudad tan gris como los edificios que se clavan en el corazón de las nubes. Una página en blanco descansa junto a ella, gritando al viento de otros mundos que la lleven lejos de allí, que la arrastren a una realidad donde sólo exista el vacío que la llena... vacío que se extiende por los entresijos de una mente cargada de dolor. 

Duele, como saber que no hay palabra que la pueda apartar del recuerdo de la nada que un día llenó el vacío que oprime su corazón, como la certeza de que algún día la nostalgia reemplazará a los astros en el cielo y acabará mirando olvidos en lugar de estrellas. Los silencios se arremolinan tratando de borrar las marcas que tantos pensamientos dejaron en su piel y que tantas lágrimas han acabado por ahogar. 

Muere, como cada idea que surcó el mar de dolor en el que se reflejó su mirada cargada de esperanza; olas de sufrimiento que abatieron la compasión y la ternura que habitaban en esos labios que tantos versos robaron a poetas descuidados. Su corazón sigue lanzando dardos envenenados a las estrellas y, al caer, se clavan en ella como tu mirada de cristal, acabando con el último suspiro que quedaba por morir.